Todo es juego para los niños:
juego
y descubrimiento gozoso.
Prueban y ensayan todas las
variedades
del mundo.
Anónimo*
La
serpiente que ciñe el mar y es el mar,
el
repetido remo de Jasón, la joven espada de Sigurd.
Sólo
perduran en el tiempo las cosas
que
no fueron del tiempo.
Jorge Luís
Borges, “Eternidades”
INTRODUCCIÓN, ACLARACIÓN, PROCEDERES
El tema de este trabajo es una
aproximación al manejo y las formas del tiempo en la obra de Borges. Aproximación,
porque no hay ser ni objeto que no esté sometido a la tiranía del tiempo, y esa
omnipresencia se ve reflejada en la obra del autor: casi no hay relato o
personaje que no deslice, en algún pasaje, alguna reflexión sobre el tema.
Siendo este el caso, un análisis exhaustivo demandaría un trabajo de años, sino
de décadas, que hoy no nos es posible.
El tema y los problemas del tiempo
han sido considerados por Borges, tal como veremos, desde su más temprana edad
hasta los últimos días de su vida. En su obra han sido tratados desde un
momento inicial, tal como el poema “Motivos del espacio y el tiempo” publicado
en la revista Gran Guignol, de Sevilla,
cuando el poeta aun no cumpliera los 21 años, lo demuestra. Sería desmesurado
esperar que en estas páginas se agote el estudio del tiempo en la obra de
Borges; sin pudor admitimos que, hasta será posible, ni siquiera agote el análisis
que demanda el tema en cada cuento escogido. En contraposición, pensamos que
puede conseguir enumerar las fuentes más importantes de las que Borges ha
bebido, los modelos e ideas del tiempo que más lo han tentado, los cuentos en
los que éste se torna un elemento indispensable de la trama. A su vez, que
consiga, quizá, poner en manos del lector una idea conjetural –un esbozo- sobre
el estamento desde el cual –con su particular forma de acercamiento- el autor
articula, ya no solamente el tema del tiempo (para el que, para quien la acepte,
habrá de resultar indispensable) sino hacia la realidad toda.
Hemos intentado que sea la obra, y
no el autor -ya que a la obra, y no al hombre de carne y hueso, tratamos- la
que hable por nosotros, y justifique nuestras imaginerias. Se ha procurado por
ello, salvo en contadas excepciones, de prescindir de citas extraídas de las
incontables entrevistas y diálogos que el autor ha otorgado y mantenido, y que
han ido saliendo de un modo incesante a la luz. Preferimos recurrir, sin
limitarnos (y de allí las salvedades) a las palabras que su basta obra ofrece y
que han sido ya no sólo dichas, sino elegidas, pensadas, re ejecutadas, y
corregidas por él. También, porque hemos experimentado, como lectores, esa
sensación de que se nos quiere justificar con opiniones y entrevistas aquello que no se ha podido constatar en la
obra.
En la confección de las citas ha
primado el elemento estético sobre el puramente funcional. A lo largo del
trabajo el lector se encontrará con poemas enteros, y con versos o líneas que
no son estrictamente necesarias. Creemos que siempre es un placer releer a
Borges, y hemos optado por robarle algún minuto a quien leyera, antes de
cercenar un texto.
El resultado final del trabajo
quedará a juicio (¿de que otra manera podría ser sino?) de la benevolente
inventiva de cada lector. Para quien escribe, sin embargo, dos o tres
cuestiones alcanzan para justificar su escritura: haber servido de excusa para
una relectura de Borges, haber sido otra excusa para repensar el problema del
tiempo, y no haber sido reacio a la hora de brindar unas cuantas (aunque más no
sea falaces, parciales, incompletas) revelaciones.
I. El problema del tiempo
Ardua tarea la de estudiar el
tratamiento del tiempo en un escritor. El tiempo (esa sustancia de que estamos hechos) conforma una de las dos
dimensiones que nos son indispensables para figurarnos el universo. La
imaginación humana nos da la posibilidad de imaginar un cosmos sin cualquiera de
la subdimensiones que componen el espacio: un universo hecho de líneas (Olaf
Stapledon –cuyo nombramiento no es gratuito- lo ha hecho con elegancia en su Hacedor de Estrellas),
de planos (mundo bidimensional que cotidianamente vemos en las pantallas de
cine y televisión) y de cubos (éste, que vivimos en cada instante). E incluso
agregarle conjeturalmente a esta constante tridimensionalidad una cuarta, problema
que han estudiado Kant, Gustav T. Fechner, Einstein, entre otros, y que figura
el arquitecto norteamericano Claude Bragdon en su ABC de la cuarta dimensión, según nos narra y nos traduce el mismo hombre
del que se ocuparan estas páginas.
Tarea mucho más difícil, y que roza
los límites de lo imposible (si es que no cae dentro de ellos), es imaginar un
universo vivo en el cual el tiempo no cuente.
Ardua tarea la de estudiar el
tratamiento del tiempo en un escritor, en un hombre, cualquiera sea su nombre o
su obra. No hay relato, de cualquier género y tendencia que se pretenda, que no
lleve dentro de sí el elemento temporal. ¿De qué manera, entonces, comenzar un
ensayo sobre el tratamiento del tiempo en la obra, no ya de cualquier autor, de
cualquier hombre, sino en la de uno de los más grandes escritores del siglo XX,
y cuya vida ha encontrado en el tema uno de sus juegos favoritos? Baste, para
graficar la dimensión del problema, mencionar que el italiano Paolo Zellini, matemático
y catedrático de la Universidad
de Roma, no haya elegido para el inicio de su obra Breve historia del infinito, la sentencia de un astrofísico o algún
otro destacado de las ciencias, sino las palabras de un mero fabulador de
mundos. La de un poeta que –tal como lo creyera el admirado Novalis- sabía en
su interior que reside en la poesía muchas más verdades que en las de todas las
ciencias del mundo; elección que hará que cuando abramos el libro sea lo primero
que leamos:
“Hay un concepto que es el
corruptor y el desatinador de los otros. No hablo del Mal cuyo limitado imperio
es la ética; hablo del infinito.” Con estas palabras inicia J. L. Borges su
breve biografía del infinito en Otras
Inquisiciones.
Inmenso homenaje al autor
argentino, que figura la dimensión del genio de Borges y que grafica, sin duda,
el grado de dificultad de la tarea que nos acomete.
II. Literatura infantil
Evidentemente no iremos tan lejos
del lugar de partida, en un segundo paso. No comentaremos los problemas del
género, ni de las etiquetas. Será mejor descreer, por demás, de uno y de las
otras, y considerar que distinguir la literatura infantil, de la literatura
adulta, el género fantástico del maravilloso o insólito (con perdón de
Teodorov) es de alguna manera crear una serie de divisiones que el hombre,
ciertamente, no precisa. Pero sí intentaremos, bajo este subtítulo –un tanto
inusual a la hora de inmiscuirse en la labor de Jorge Luís Borges- una mirada
un tanto atípica de la conformación de su obra.
Son harto conocidos, tal vez más
conocidos que leídos, aquellos elementos que fueron convirtiéndose en una
constante en los títulos de Borges y que hoy se han transformado (no sólo en
una referencia ineludible a la hora de hablar de sus cuentos, poesías, ensayos,
-y falsos cuentos, y falsos ensayos, tal como le gusta precisar a la crítica Beatriz
Sarlo)
sino en sus símbolos y en los de toda su obra, recorriéndola del principio hasta
el fin.
¿Pero dónde es que se originan estos
factores? ¿De dónde nacen los temas del doble –que es también el de la
identidad, y por lo tanto el de la memoria-, el del coraje, el de la alteración
de la realidad –que no hay quien no experimente cotidianamente en sueños-, el de
los libros y sus ramificaciones, el problema de dios, el del tiempo? ¿De dónde
salen los cuchillos, el tigre, el laberinto, el ajedrez, los libros mágicos –que
es casi como decir: todos los libros-, el Otro, esa rama de la literatura
fantástica -la metafísica-, la religión,
el reloj de arena? Es difícil no reconocer (otros podrán agregarse, alguno
discutirse) en estos, los temas y los símbolos que leemos y releemos
continuamente en la obra de Borges. ¿Y de dónde nacen todos ellos? ¿Se han ido
acoplando o es que surgieron todos juntos? Dios te libre, lector, de
interpretaciones psicológicas. La cita no es de Quevedo, pero sirve para no
ahuyentar a un asustado lector. No intentaremos aquí meternos en la cabeza de un hombre y extraer
conjeturas según experiencias suyas (que nosotros no vivimos) que terminarán,
seguramente, diciendo mucho más de quien analiza que de aquél sobre el que se
pretenda hablar. Es, sí, la intención, ubicar un único y común origen, -que
será admitido, desde ya, por el propio Borges- de los temas y símbolos que
construyen su obra, y remarcar su procedencia común.
A lo largo de sus escritos, su
autobiografía y, porqué no, de sus incontables –por no decir infinitas-
entrevistas otorgadas, encontramos distintas vivencias de la niñez de Borges
que al autor le ha sido dado repetir en distintas ocasiones. Y es allí a donde
dirigimos esta mirada. Encontramos en la niñez de Borges el surgimiento (o la
revelación) de cada uno de estos temas.
Podemos afirmar –y nos explayaremos sobre esto más adelante- que entre el
Borges niño y el Borges adulto nunca ha existido un abismo. A la manera que el
autor alemán Michael Ende ha expresado una vez:
El niño que fui una vez sigue hoy
viviendo en mí, no hay un abismo –el del paso a la edad adulta- que me separe
de él, en el fondo me siento como el mismo que era entonces
Creemos que la niñez y sus
preocupaciones han acompañado al hombre durante toda su vida. Es más, creemos
que las preocupaciones que el autor ha tenido a lo largo de su niñez son las
mismas que lo afectarán (con sus transformaciones, variaciones y evoluciones
naturales) durante toda su existencia.
III. Los temas y los símbolos
Hemos dicho que los temas que trascienden la obra de Borges
aparecen en su infancia y lo acompañan, a ese hombre que nunca ha dejado de
pensar como niño, a lo largo de toda su vida (convirtiéndose, luego, en
eslabones fundamentales de la cadena que conformarán su obra). Intentaremos
ahora rastrear los momentos en que cada uno de ellos han ido apareciendo en la
vida de nuestro autor.
a. Los espejos
Encontramos en su terror a los
espejos, el tema del doble. Ese terror ha sido confesado por Borges en diálogos
y entrevistas. También utilizado como recurso para la narración de su relato
breve “Los espejos velados”, recogidos en el volumen que lleva por título El Hacedor:
Yo conocí de chico ese horror de
una duplicación o multiplicación espectral de la realidad, pero ante los
grandes espejos. (…). Uno de mis insistidos ruegos a Dios y al ángel de mi
guarda era el de no soñar con espejos. (…). Temí, unas veces, que empezaran a
divergir de la realidad; otras, ver desfigurado en ellos mi rostro por adversidades extrañas.
En los primeros versos del
poema “El espejo”, publicado en Historia
de la noche, vuelve a hacer referencia a ese temor infantil:
Yo, de niño, temía que el espejo
me
mostrará otra cara o una ciega
máscara
impersonal que ocultaría
algo
sin duda atroz. Temí asimismo
b. Los cuchillos y el coraje
En su admiración por los cuchilleros
de Palermo, ese Palermo que poco ha recorrido y que por eso tanto admira (admiramos
lo que anhelamos, anhelamos lo que no tenemos),
y en el culto de sus antepasados, los temas del coraje y el cuchillo.
Ya he dicho que pasé gran parte de mi infancia sin salir de mi casa.
La
confesión puede leerse, también, en la ficción de Borges, puntualmente en “Juan
Muraña”:
g. El laberinto
En los grabados de una
enciclopedia y en sus paseos por la ciudad de Adrogué, ambas (enciclopedia y
ciudad) recorridas con frecuencia cuando niño, Borges descubre el tema del
laberinto (y es válido resaltar aquí el hecho de que –según él mismo Borges
declarara en su conferencia “La pesadilla”, recopilada en el volumen titulado Siete noches-, aquel grabado de la
biblioteca lo sigue, respaldando la idea ensayada aquí, ya de adulto,
acompañando):
Durante todos aquellos años pasábamos los verano
en Adrogué. (…). En esa época Adrogué era un remoto y tranquilo laberinto de
quintas con verjas de hierro y jarrones de mampostería, de plazas y calles que
convergían y divergían bajo el omnipresente olor de los eucaliptos.
Tengo la pesadilla del laberinto y
esto se debe, en parte, a un grabado en acero que vi en un libro francés cuando
era chico. En ese grabado estaban las siete maravillas del mundo y entre ellas
el laberinto de Creta. El laberinto era un gran anfiteatro, un anfiteatro muy
alto (y esto se veía porque era más alto que los cipreses y que los hombres a
su alrededor). En ese edificio cerrado, ominosamente cerrado, había grietas. Yo
creía (o creo ahora haber creído) cuando era chico, que si tuviera una lupa lo
suficientemente fuerte podría ver, mirar por una de las grietas del grabado, al
Minotauro en el terrible centro del laberinto.
d. La alteración del mundo y sus
distintas posibilidades
En el aislamiento de su
casa de Palermo, la soledad (recordemos que hasta los 9 años no asistió a la
escuela, y aún ahí tampoco consiguió demasiados amigos), las incontables
ficciones que le ofrecía la biblioteca de la casa, y los comentarios –a veces basados
en sus ideas metafísicas, a veces, en su fe anarquista- de su padre, la
alteración de la realidad y sus distintas posibilidades:
Mi padre era muy inteligente (…).
Una vez me dijo que me fijara bien en los soldados, en los uniformes, en los
cuarteles, en las banderas, en las iglesias, en los sacerdotes y en las
carnicerías, ya que todo eso iba a desaparecer y algún día podría contarle a
mis hijos que había visto esas cosas.
Ya he dicho que pasé gran parte de mi
infancia sin salir de mi casa. Al no tener amigos, mi hermana y yo inventamos
dos compañeros imaginarios a los que llamamos, no sé por qué, Quilos y El
Molino de Viento.
e. Los Libros
Ya relevamos la confesión del
autor de haber vivido en una casa con
jardín, con la biblioteca de mi padre y mis abuelos, además en su Autobiografía leemos:
Si tuviera que señalar el hecho
capital de mi vida, diría la biblioteca de mi padre. En realidad, creo no haber
salido nunca de esa biblioteca. Es como si todavía la estuviera viendo.
Y más adelante:
Siempre
llegué a las cosas después de encontrarlas en sus libros.
No hace falta más que leer
estas confesiones para que dejemos de asombrarnos y nos parezca natural la
escritura de un cuento como “La biblioteca de Babel”. Claro que, por el hecho
de que al enterarnos de estas experiencias se nos quite el asombro sobre el
surgimiento de la idea que construye el relato, no conseguirá, de ninguna
manera, espantar nuestro asombro ante la maestría de su ejecución.
z. El problema de dios
Dos elementos tironean de la mente
del niño Borges con respecto a este problema. Por un lado, el pequeño Jorge
Luís es arrastrado por su padre a su ateísmo fervoroso y sus ideas liberales,
por el otro es deslumbrado por la religiosidad de su abuela paterna, Fanny
Haslam.
Sobre su padre refiere Borges:
Mi padre, Jorge Guillermo Borges,
era abogado. Filosofo anarquista en la línea de Spencer.
En el poema que le dedica,
publicado en La moneda de hierro, nos
deja entrever ese ateísmo que no buscará consuelo en las promesas de eternidad
que las religiones ofrecen al alma:
Tú
quisiste morir enteramente,
la
carne y la gran alma. Tú quisiste
entrar
en la otra sombra sin la triste
plegaria
del medroso y del doliente.
De su abuela, protestante
metodista, que podía recitar versículos de la Biblia sin consultarla nos dice:
También debo recordar a mi abuela,
que era inglesa y sabía de memoria la
Biblia, de modo que incluso puedo haber entrado en la
literatura por el camino del Espíritu Santo o posiblemente de versos oídos en
mi casa.
h. Los tigres
Ningún otro animal es referido con
tanta frecuenta y significaciones tan dispares en la obra de Borges, como el
tigre. En él descubre un símbolo de la soledad, la furia, lo salvaje, las
líneas caóticas cuyo significado se nos oculta, el terror, la fuerza y,
finalmente, como si de un circulo que se cerrara se tratará, la visión, ese
último color, el amarillo. Títulos tales como “El tigre”, “El oro de los
tigres”, “Mi último tigre”, “El otro tigre”, “Tigres azules”, “Dreamtigers” dan
cuenta de ello. En este último, publicado en El Hacedor, el autor
declara:
En la infancia yo ejercí con
fervor la adoración del tigre: no el tigre overo de los camalotes del Paraná y
de la confusión amazónica, sino el tigre rayado, asiático, real, que sólo pueden
afrontar los hombres de guerra, sobre un castillo encima de un elefante. Yo
solía demorarme sin fin ante una de las jaulas en el Zoológico; yo apreciaba
las vastas enciclopedias y los libros de historia natural, por el esplendor de
sus tigres.
Al respecto, su madre,
Leonor Acevedo, cuenta:
Sentía pasión por los animales, en
especial los animales salvajes. Cuando íbamos al zoológico, era difícil hacerlo
partir.
q. El tiempo
Desde muy temprano y gracias al
apego de su padre por los libros, la filosofía, la metafísica, pero, sobre
todo, por el mundo del pensamiento en general, Jorge Luís Borges estuvo en
contacto con los problemas y las ideas que han ocupado al hombre, desde que es
capaz de pensarse a sí mismo. En su Autobiografía,
hablando de su padre, nos cuenta:
También me dio, sin que yo fuera
consciente, las primeras lecciones de filosofía. Cuando yo era todavía muy
joven, con la ayuda de un tablero de ajedrez, me explicó las paradojas de
Zenón: Aquiles y la tortuga, el vuelo inmóvil de la flecha, la imposibilidad
del movimiento. Más tarde, sin mencionar el nombre de Berkeley, hizo todo lo
posible por enseñarme los rudimentos del idealismo.
Está paradoja acompañará al
autor a lo largo de su obra ya sea en sus ficciones (veremos esto más adelante)
ya sea a través de textos que traten el tema directamente, como lo son “La perpetua
carrera de Aquiles y la tortuga” y “Los avatares de la tortuga”, ambos publicados
en el libro de ensayos Discusión.
Pero tan importante como eso, el recuerdo de Borges nos revela el
descubrimiento de la figura de George Berkeley, que, años más tarde, le
permitirá intentar una “Nueva refutación del tiempo”, publicada, a su debido momento,
en la recopilación de ensayos de 1952, Otras
Inquisiciones.
Por otro lado en un artículo
publicado en la revista “El Hogar” del 2 de junio de 1939, recopilado en el
volumen que lleva por título Textos
cautivos, Borges vuelve a remarcar su infancia como receptáculo común para
los temas de sus ficciones:
Debo mi primera noción del problema
del infinito a una gran lata de bizcochos que dio misterio y vértigo a mi
niñez. En el costado de ese objeto anormal había una escena japonesa, no
recuerdo los niños guerreros de la formaban, pero sí que en un ángulo de esa
imagen la misma la lata de bizcochos reaparecía con la misma figura y en ella
la misma figura, y así (a lo menos, en potencia) infinitamente…
IV. El
porqué de tanto rodeo
Hemos,
hasta aquí, hecho un recorrido un tanto extraño, teniendo en cuenta que la idea
original del trabajo es dibujar un esbozo del tratamiento del tiempo en la obra
de Borges. Este paseo por sus temas referentes y sus distintas vinculaciones
con la infancia del autor, sin embargo, servirá para entender la postura del
autor, ya no sólo ante el problema del tiempo, sino ante la propia realidad.
Borges manifiesta ante el mundo que
se le presenta un asombro y una continua incredulidad que solemos encontrar comúnmente
en los niños. Es ese cuestionamiento constante de los hechos que se le
presentan por primera vez al niño, la postura que el autor argentino mantendrá
sobre la cotidianidad y cada elemento que lo rodea.
Nada es natural para el que recién
llega al mundo. En sus primeros años de vida todo es nuevo para el hombre. Con
el paso de los días, los meses, las experiencias, los años, vamos
distinguiendo, asimilando y admitiendo la realidad sin hacer más cuestionamientos
que los que en su momento realizamos. Aceptamos los objetos y vivencias que se
nos presentan cada día por la simple razón de que ya han pasado. La actitud del
niño ante la primera vez que observa correr en un parque a sus padres es de
incredulidad, de asombro, de festejo. Tampoco le será desdeñada la expectativa
de verlo correr por los árboles y por cada poste de luz. La realidad, aún, no
ha podido darle alcance, roza sus sentidos, pero no consigue invadir su mente.
No hay diferencia entre lo posible y lo imposible para él, no sabe cuales son
sus capacidades y desconoce cuales son las leyes físicas que dominan el
universo que le ha tocado.
Sentimos que Borges funciona
exactamente de la misma manera. A lo largo de los años su capacidad de
cuestionar, de objetar, de asombrarse por la realidad seguirá siempre intacta.
Para él, tal como para Michael Ende no existe un abismo entre el niño que una
vez ha sido y el hombre que hasta sus 85 años fue. En el artículo publicado en la revista “Proa”
de mayo/junio de 1996 que conmemoraba los 10 años de la muerte del autor, Marco
Denevi contaba:
Nunca dejó de practicar, a veces en
forma gratuita o más bien como una gimnasia higiénica, la refutación de los
dogmas, el cuestionamiento de las supuestas verdades reveladas, el destrozo de los mitos canónicos, todas
aventuras audaces que si fuesen una frívola inconoclastia atraerían a los
adolescentes, pero en él eran una obra de reconstrucción hecha a base de
inteligencia y de conocimientos (…)
Sentimos que esa refutación, ese cuestionamiento, esa gimnasia
higiénica no se limita a los cánones, a los mitos, a los dogmas, sino a
toda la realidad entera. Jorge Luís Borges queda deslumbrado ante la memoria de
su abuela paterna que puede ubicar versículos en la Biblia con sólo escucharlos
y ese deslumbramiento se hace doble cuando descubre que no todas las personas
tienen ese don. De repente, entonces, observa que las memorias de los hombres
no son equivalentes y que hay quien recuerda más y quien recuerda menos. No
satisfecho con la comprensión de esa realidad comienza a jugar con ella,
empieza a entablar variantes y así se acerca a un futuro cuento. Se dice que si
las memorias de los hombres no son equitativas, siempre habrá alguien que
recuerde más que otro. Si Fanny Haslam es capaz de repetir de memoria todas las
páginas de la Biblia,
¿qué le asegura que otro no pueda recordar no solo la Biblia, sino la Biblia y los tres volúmenes
de las obras completas de Kafka? Sigamos jugando exponencialmente, y tendremos
por destino natural, la escritura tardía (tristemente tardía) de “Funes, el
memorioso”, un personaje capaz de retener todos los recuerdos.
Borges recibe el tejido de la
realidad y lo desarma de miles maneras. Prueba variantes y opciones, ensaya una
y otra modificación y va filtrando aquellas que le resulten atractivas o que
sirvan como base para el armado de un cuento. No hablamos aquí exclusivamente
del tiempo, porque no encontramos distinción entre el tratamiento que da el
autor al tiempo sobre el que da a cualquiera de los otros temas que pueblan sus
ficciones. Para comprender los juegos que hace Borges con el tiempo, será, sin
duda, de utilidad comprender esta mirada de niño, de inquisidor de la realidad,
que el autor no ha perdido de adulto. ¿Qué
es lo mejor que has recibido de tu padre? Le pregunta la siempre cálida María
Esther Vázquez a su amigo en uno de los tantos pasajes de los diálogos
publicados en Borges, sus días y su
tiempo; Borges, podemos creer, sin dudar, responde:
El hábito, que no siempre observo, de
no recibir las cosas sin examinarlas. Veo que la mayoría de la gente tiende a
aceptar la realidad sin detenerse a observarla, sin pensar que puede ser
cuestionada. Todo es admitido como real, y en especial lo que sucede el día de
hoy. (…).
Ese hábito no común en la gente, es el
que observamos cotidianamente en los niños y en sus incansables ¿cómo? y ¿por qué? que no encuentran descanso. Es esa actitud de niño, esa
falta de división entre aquello posible de aprehender por el hombre y aquello
que se le escapa (los misterios del tiempo, del yo, del origen, del destino…)
la que rige el tratamiento que Borges le da a ese río que lo arrastra. Es en la
busca de todas las posibilidades posibles, en la revisión constante de ese
misterio ancestral, en donde radica la clave de la relación entre Borges y el
tiempo. Esa necesidad lúdica de desarmarlo, paralizarlo, extenderlo,
acelerarlo, dividirlo infinitamente, aplicarle teorías y modelos, hasta
conseguir las distintas formas posibles que cumplan con las rigurosas leyes que
haya establecido para enmarcar sus ficciones.
En el cuento “El inmortal”,
publicado en la recopilación de cuentos El
Aleph, el autor también nos llama la atención sobre la indulgencia con que
aceptamos nuestros días.
Fácilmente aceptamos la realidad,
acaso porque intuimos que nada es real.578
Hasta aquí el juego conjetural sobre
el modo de recibir y procesar la realidad que le habría permitido a un hombre
crear incontables posibilidades de mundos. Ciudades donde un hipertrofiado
juego de azar rige el destino de los hombre; sótanos desde donde, si
conseguimos recostarnos de la manera precisa, podremos observar el universo
entero; mitos aislados en sus soledades a la espera de la llegada de aquel
hombre que, cumpliendo con la tarea que le ha sido asignada, lo haga libre de
una vez por todas; poblaciones que conocen (y aborrecen) las incontables
piedras que se multiplican y dividen de manera indescifrable; monedas que se
tornan obsesiones insalvables; discos planos; libros de páginas infinitas
encerradas en tapas corrientes; universos cuyos limites no son otros que los
hexagonales muros que ostentan todas las combinaciones de escrituras; memorias
que se traspasan o que tiene la capacidad de registrar en escala 1 en 1 toda la
realidad tangible; hombres inmortales en ciudades escondidas; fantasmas que se
descubren con la llegada del fuego… Formas y seres que se alejan de la realidad
cotidiana, tal como se alejan las recreaciones que conjuran los niños cuando se
envuelven y se pierden en sus juegos cotidianos.
Un último detalle, fácilmente
objetable por superficial por el impiadoso lector, podría ser el siguiente:
Para aquel que lo quisiera ver no será difícil hallar en la figura de Jorge
Luís Borges un halo de niño que lo ha acompañado toda su vida. Ese halo lo ha visto Betina Edelberg, quien
en la redacción de su nota conmemorativa “Algunos de los muchos recuerdos” nos
descubre:
Poco después asomó el Borges
verdadero con sus ocurrencias y anécdotas y opulentas carcajadas y alusiones
literarias que llegaban desde el océano de su memoria. Más tarde pensé que
había estado observándome como los chicos que necesitan cierta familiaridad
para entregarse, algo que seguramente conservaba de su infancia entre otros
rasgos que fui descubriendo.
O el periodista Carlos Burone en una
noche que acompañó al Borges ya ciego, mientras dictaba, repasaba y corregía
cada palabra, cada punto, cada coma, de uno de sus tantos textos que el escriba
de turno cumplía con la tarea de pasar al papel. Cuando observó cómo en los
momentos que Borges repetía el dictado
Movía
su cabeza y sonreía, como si estuviese mirando a dos personajes. Parecía un
chico que está solo, con sus juguetes, o fascinado por las láminas de un viejo
libro.
Es claro que no son de relevancia
estas dos pinceladas halladas al azar sobre la sensación que pueda transmitir
una persona y que, como ya hemos dicho antes, es fácilmente objetable por su
irreparable banalidad. Lo cierto, es que mucho más difícil de objetar es esa
vinculación lúdica que parecería ser la única entre Borges y los libros. Borges
nunca ha recomendado leer de otra manera. Y hasta desaconseja acercarse a la
lectura (y a la escritura) por otras razones.
La dicha de escribir no se mide por
las virtudes o flaquezas de la escritura. Toda obra humana es deleznable,
afirma Carlyle, pero su ejecución no lo es.
Primero me referiré a Montaigne, que
dedica uno de sus ensayos al libro. En ese ensayo ya una frase memorable: “No
hago nada sin alegría”. Montaigne apunta a que el concepto de lectura
obligatoria es un concepto falso. Dice que si él encuentra un pasaje difícil en
un libro, lo deja; porque ve en la lectura una forma de felicidad.
(…)
Un libro no debe requerir esfuerzo,
la felicidad no debe requerir un esfuerzo. Pienso que Montaigne tiene razón.
(…)
Yo he sido profesor de literatura
inglesa, durante veinte años (…). Siempre les he dicho a mis estudiantes que
tengan poca bibliografía, que no lean críticas, que lean directamente los
libros; entenderán poco, quizá, pero siempre gozarán y estarán oyendo la voz de
alguien.
Ya hemos dicho que hemos intentado
prescindir de las citas a entrevistas y diálogos porque pensamos, idea
compartida por Borges, que las opiniones de un hombre pueden llegar a ser lo
más superficial que haya en él, y que difícilmente resulten indispensables para
la lectura de su obra. Así, hemos intentado ejemplificar las meras
especulaciones aquí volcadas a través de sus libros, de aquellos textos
escritos, firmados y entregados a la prensa por exclusiva dedicación del autor.
Salvo, que sucede a veces, que encontramos opiniones que, a manera de
confesión, amplían lo alguna vez escrito, descubren una faceta complementaria
(y nótese aquí el anclaje, una vez más, de Borges hacia sus primeros años) que
puede llegar a revelarnos la íntima verdad de un hombre:
Mi padre
me dijo, que leyera mucho ante todo. Sobre todo que viera en la lectura no una
obligación sino un goce. Creo que la frase de “lectura obligatoria” es un
contrasentido. La lectura no es obligatoria, debemos hablar de placer
obligatorio ¿por qué? el placer no es obligatorio, el placer es algo que
buscamos. La felicidad no es obligatoria, la felicidad la buscamos también. Yo
he sido profesor de literatura inglesa durante veinte años en la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad
de Buenos Aires. Y siendo profesor he aconsejado a mis estudiantes, si un libro
los aburre déjenlo, no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es
moderno, no lo lean porque es antiguo, si un libro es tedioso para ustedes
déjenlo, aunque ese libro sea El paraíso
perdido (para mí no es tedioso), o El
Quijote (para mí tampoco es tedioso), pero si un libro es tedioso para
ustedes no lo lean, ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura ha de
ser una forma de la felicidad. De modo que yo aconsejaría, a esos posibles
lectores de mi testamento (que no pienso escribir), yo les aconsejaría que
leyeran mucho, que no se dejaran asustar por la reputación de los autores. Que
leyeran buscando la felicidad personal, un goce personal, es el único modo de
leer. Sino caemos en las tristezas, en las bibliografías... de las citas, de
fulano, luego un paréntesis, luego dos fechas separadas por un guión, luego por
ejemplo una lista de libros de críticos que han escrito sobre ese autor y todo
eso es una desdicha. Yo nunca les dí bibliografía a mis alumnos. Les dije no...
no lean nada de lo que está escrito sobre fulano de tal. Shakespeare no leyó
una línea escrita sobre él y escribió la obra de Shakespeare. Lean los textos
de Shakespeare, si Shakespeare les interesa, muy bien. Si Shakespeare les
resulta tedioso déjenlo. Shakespeare no ha escrito aún para ustedes. Llegará un
día en que Shakespeare será digno de ustedes y ustedes serán dignos de
Shakespeare. Pero mientras tanto no hay que apresurar las cosas.
No se encuentra injustificada la cita, a pesar de su
extensión; si reconocemos que la
infancia es esa etapa en donde hombres y mujeres se abocan con exclusividad a
la busca del placer. Si admitimos estos años como aquellos donde la existencia
no es ocupada por otra cosa que no sea el juego. Donde las demandas sociales
son casi inexistentes, donde prácticamente no existe la necesidad de llevar a
cabo labores para satisfacer a otros y todas nuestras fuerzas se abocan a
procurarnos el momento de felicidad.
Los actos que
llevamos a cabo en la niñez en contra de nuestra voluntad se reducen al mínimo.
Según la naturaleza de cada uno podrán referirse a la higiene, a la escuela
(claro que Borges, casi no asistió a la escuela primaria), a abandonar antes de
lo querido un lugar (por caso un zoológico, la visión de un tigre, recorriendo
una jaula), la comida que no nos apetece… Pero ¿cuántas otras cosas? En
nuestros primeros años de vida las fuerzas (familiares, sociales, laborales)
que posteriormente coercerán nuestras decisiones no llegan a darnos alcance. Es
en ese momento de nuestras vidas (tal vez más tarde se iguale ese grado en la
vejez) donde nos abocamos con mayor plenitud a la obtención de la felicidad.
Y si aceptamos estos hechos, si acordamos en estos
pensamientos sobre esa etapa en la que nos vamos acomodando al mundo, ¿cómo
disociar al hombre adulto del hombre niño? Cuando pareciera que la clase de
vinculo que tiene el niño con el mundo y su naturaleza es, ni más ni menos, que
la misma que Borges ha tenido durante toda su vida con la literatura.
V. Borges y sus tiempos
La lista de los autores con los que ha tratado (con
los que ha dialogado) Borges sobre el tiempo no es, sin duda, breve. De la
misma manera que no son breves los textos (sean de la naturaleza que fueren) en
los que ha sabido tratar el tema. Una lista de los primeros, sin duda, estaría
formada (y el orden de los nombres no sigue causa alguna) por Nietzche, y su
eterno retorno; San Agustín y su ardor por comprender; Platón con su eternidad
arquetípica y su proyección móvil; Plotino, y sus tres tiempos presentes; Zenón
con sus parábolas del movimiento, según las cuales nunca podríamos llegar a
ningún lado (aunque conseguiríamos ir acercándonos infinitamente); Bradley, que
niega el futuro; Bertrand Russell, y sus números transfinitos; J. Alexander
Gunn con su análisis y relevamiento histórico; J. W. Dunne con sus corrientes
temporales que fluyen una por encima de la otra y que nos permiten vislumbrar
el pasado y el futuro cuando soñamos; Berkeley y Hume con su negación de la
realidad; Heráclito y el río… ese río que fluye y cambia a la par que lo
hacemos todos…
Una lista de los segundos (es decir, de aquellos
textos de Borges que trabajan con el tema) y un breve análisis (brevedad
resultante de una capacidad limitada, no de otros impedimentos) seguirán a
continuación. Es evidente que la lista no puede ser total, o correríamos el
riesgo de caer en lo interminable.
Se han intentado elegir, sin embargo, aquellos más
significativos o que se distingan por algún hecho puntual; o bien (abuso de
autoría) por el simple placer que ofrece la tarea de comentarlos. No
desconocemos, por otro lado, que toda selección es arbitraria y que porta en sí
misma su propia objeción. Servirán estos esbozos, entonces, para intentar cerrar
el trabajo y dar un merecido descanso al paciente lector.
Z- La
anulación del tiempo a través de eso que perdura: Al destino le agradan las repeticiones, las
variantes, las simetrías
Una
de las posibilidades con las que juega Borges sobre el tiempo es la anulación
del mismo a través de la repetición de una escena. Sin dudas el molde más
famoso que contiene esta re ejecución de un momento dado es el del mito del
eterno retorno, según el cual una vez finalizada la historia del Cosmos, todo
volverá a comenzar para repetirse tal como ha sido. Pero también, mucho más
humilde, contamos con la experiencia psicológica –que ni la psicología ni la
neurología han conseguido explicar todavía del todo- consistente en la repetición única de un momento vivido, que
el hombre experimenta de repente y en un momento excepcional. Identificada con
la denominación francesa deja vu, esta
experiencia otorga a quien la vive la sensación de que ese instante temporal ya
ha sido transitado en otra ocasión, de que ese momento ya ha sido vivido, y tal
experiencia es, al menos alguna vez, común a la mayoría de los seres humanos a
lo largo de su vida.
No
es, en primer lugar, un dato menor el hecho de que dicho fenómeno, tal como se
lo vive, constituya una negación absoluta a la sentencia de Heráclito. Ya que a
través de él nos será posible bañarnos dos veces en un mismo río. Pero Borges
preferirá –tal vez decidido a no opacar la belleza estética de una de sus
metáforas favoritas, con un mundano hecho práctico- dejar pasar esta faceta anulatoria
del episodio del deja vu, y
unificarlo con otro de los aspectos fundamentales en el pensamientos filosófico
del autor (que ya mencionamos viene acompañándolo desde la infancia) como es el
idealismo.
El
hecho fehaciente ocurre en el artículo de Otras
Inquisiciones, “Nueva refutación del tiempo”. En él, aplicando el
fundamento esencial del idealismo según el cual sólo lo que es captado por los
sentidos existe (ergo: lo otro no es siquiera ilusión, es nada) y basándose en la
experiencia del deja vu (descripta en
el relato “Sentirse en muerte”, publicado en El idioma de los Argentinos y también como adjunto en el artículo referido)
Borges anula el tiempo.
A
la hora de pensar las distintas maneras en que el autor trata el problema de
manera teórica y literaria, este artículo resulta esclarecedor, ya que en él es
claramente observable como la experiencia es convertida en relato, y el relato
sirve para graficar las reflexiones que esa experiencia genera. Esa manía de
ver las cosas desde todos los ángulos posibles, de probar y ensayar todas las variedades del mundo, sirve para que
Borges enfoque la experiencia del deja vu
a través del prisma del idealismo. Reflexiona sobre las características de su
experiencia, observa que ella se basa en la repetición de un instante, pero
omite su importancia, y prefiere festejar el acontecimiento de que para que
esos dos instantes se hayan visto repetidos (es decir sean exactamente iguales)
el segundo tuvo que anular todo el pasado que se haya acumulado desde aquel
primer momento hasta el instante en el que este segundo ocurre. Por la simple
razón que en el primer momento ese lapso de tiempo (futuro suyo, pasado de su
re ejecución) no existía. Pero claro que esto no es suficiente para desarrollar
su artículo, pues no alcanza para refutar el tiempo; se puede objetar: que el
sujeto no lo perciba (al lapso temporal entre un momento y su repetición) no
quiere decir que no exista. Y por eso se torna imprescindible la articulación
con el idealismo. Dato importante: No porque Borges sea su apóstol, o haya sido
ella una de sus corrientes de pensamiento predilectas; sino, simplemente,
porque es aquel el que le sirve para el armado de su texto.
En
otros relatos -prescindiendo de la mención
explicita del idealismo- la idea de que la repetición del instante (con sus
variantes y alteraciones ocasionales) es anulatoria del tiempo servirá de elemento
principal y revelador de la trama del relato. Así, en “Biografía de Tadeo
Isidoro Cruz”, publicado en El Aleph,
el episodio al que apunta el cuento y significa su culminación (el
descubrimiento del personaje de quien se nos habla de su naturaleza, y su
consecuente paso de bando) es revelado en primer termino por la sensación que
brinda la experiencia de esa repetición que significa el deja vu: Tadeo Isidoro Cruz
tuvo la impresión de haber vivido ese momento, y comienza a comprender
que lo había vivido como el Otro, y no como quien era ahora.
Otra
versión, esta vez trastocada, de la repetición como anulación del tiempo, es
observable en la página de Evaristo
Carriego, titulada “El puñal”. Allí lo que vuelve no es la sensación del
instante vivido, sino –ante cada contacto humano- la sangrienta finalidad
primigenia del instrumento, que se aísla del flujo temporal, para tentar, a
cualquiera que lo sujete, a ser el medio por el cual él logre cumplir su
destino. Es bajo esta perspectiva que el
puñal será de algún modo, eterno, que
quienes lo ven tienen –no deciden,
tienen- que jugar con él, que la mano
(y no el hombre, porque la decisión no es tan suya como del cuchillo) se apresura a apretar la empuñadura que la
espera y que otra cosa quiere el
puñal, quiere matar, quiere derramar
brusca sangre. Una reconversión de esta
página es sin lugar a dudas el cuento incluido en El informe de Brodie, “El encuentro”. Allí, dos muchachos, casi
como empujados por otros, más que por ellos mismos (tal como le pasaría a Juan
Dahlmann en “El sur”) al duelo, se convierten en guerreros y comienzan a
manejar el puñal como expertos. El ánimo y la eterna demanda de los cuchillos
anularan las voluntades y el tiempo de los hombres, que se verán reducidos a
nada (Qué raro. Todo esto es como un
sueño
dictamina uno de los personajes que se encuentra presenciando la pelea y que, por
eso, se halla en los límites del tiempo de los hombres, su tiempo; y el tiempo
del puñal, en el que están inmersos los que combaten). Así, cuando al fin el
duelo finalice, los puñales hayan saciado su sed y su eternidad se disuelva de
a poco, el asesino no se identificará en esas acciones cometidas en un
paréntesis del transcurrir temporal de su vida: Maneco Uriarte se inclinó sobre el muerto y le pidió que lo perdonará.
Sollozaba sin disimulo. Finalmente, la articulación del autor entre
la repetición, el tiempo y los puñales, tal como la describimos, cerrará el
relato:
Maneco
Uriarte no mató a Duncan; las armas, no los hombres, pelearon. Habían dormido,
lado a lado, en una vitrina, hasta que las manos las despertaron. Acaso se
agitaron al despertar; por eso tembló el puño de Uriarte, por eso tembló el
puño de Duncan. Las dos sabían pelear –no sus instrumentos, los hombres– y
pelearon bien esa noche. Se habían buscado largamente, por los largos caminos
de la provincia, y por fin se encontraron, cuando sus gauchos ya eran polvo. En
su hierro dormía y acechaba un rencor humano.
Las cosas duran más que la
gente. Quién sabe si la historia concluye aquí, quién sabe si no volverán a
encontrarse.
En
el cuento aparecen dos corrientes temporales: el del mundo cotidiano, que se
extiende hasta la aparición de los puñales; y el que imponen los aceros, una
vez dispuestos a comenzar su ancestral batalla. En la confluencia de ambos
ríos, en las fronteras de un tiempo y otro, se encuentran los testigos que
viven la escena como si fuera un sueño. De la misma manera, en “El truco”,
poema de Fervor de Buenos Aires, el
juego de naipes impone sus propias leyes, aventuras, sus riesgos, sus
victorias, sus derrotas, su destino y, por supuesto, su tiempo. Con el inicio de la partida la vida quedará
suspendida en punto muerto y su lugar será tomado por los avatares de la
combinación de cuarenta naipes y sus desafíos de flor, envido y truco. En los
versos finales la idea que relucirá es la del ya mencionado mito del eterno
retorno, que Borges en su “Doctrina de los ciclos” (la cual retomaremos más
adelante), publicada en Historia de la
eternidad, formula de la siguiente manera:
El número
de todos los átomos que componen el mundo es, aunque desmesurado, finito, y
solo capaz como tal de un número finito (aunque des-mesurado también) de
permutaciones. En un tiempo infinito, el número de las permutaciones posible
debe ser alcanzado y el universo tiene que repetirse. De nuevo nacerás de un
vientre, de nuevo crecerá tu esqueleto, de nuevo arribará esta misma página a
tus manos iguales, de nuevo cursarás todas las horas hasta la de tu muerte
increíble)
Los
números finitos de átomos es reemplazado por una serie mucho menor de
combinaciones (aquellas que permiten un mero mazo de cuarenta cartas) y cada
partida de los hombres ofrece la posibilidad de repetir lo ya acontecido.
Tal
como los puñales, el truco, también impone su propio tiempo.
Cuarenta naipes han desplazado la vida.
Pintados talismanes de cartón
nos hacen olvidar nuestros destinos
y una creación risueña
va poblando el tiempo robado
(...)
En los lindes de la mesa
la vida de los otros se detiene.
Adentro hay un extraño país:
las aventuras del envido y del quiero,
la autoridad del as de espadas
(…)
y como las alternativas del juego
se repiten y se repiten,
los jugadores de esta noche
copian antiguas bazas:
hecho que resucita un poco, muy poco,
a las generaciones mayores
que legaron al tiempo de Buenos Aires
los mismos versos y sus mismas diabluras
La
idea de la repetición y el propio tiempo insurgente en el poema será luego explayada en el ensayo del mismo
nombre publicado en Evaristo Carriego,
donde asistimos a la impecable transfiguración de un poema en un texto
ensayístico. Allí tendremos la oportunidad de leer:
Todo
jugador, en verdad, no hace ya más que reincidir en bazas remotas. Su juego es
una repetición de juegos pasados, vale decir, de ratos de vivires pasados.
Generaciones ya invisibles de criollos están como enterradas en él: son él,
podemos afirmar sin metáfora. Se trasluce que el tiempo es una ficción, por ese
pensar. Así, desde los laberintos del cartón pintado del truco, nos hemos
acercado a la metafísica: única justificación y finalidad de todos los temas.
En
“La trama”, texto de El hacedor, la
anulación del tiempo correrá por el mismo camino que en “Sentirse en muerte”
pero ascendida a la memoria de los hombres. De esta manera no será un mero
individuo quien experimente la repetición de una escena, sino la historia de la
humanidad, que verá cómo, con meras variaciones, vuelve a producirse la misma
traición, la misma muerte y la misma sorpresa y resignación en la expiración
final. El tiempo se verá interrumpido por la simple razón de que Al destino le
agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías e insertará en el mil ochocientos tanto una escena sacada
del siglo I antes de Cristo.
…en
la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al
caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con una mansa reconvención y lenta
sorpresa (estas palabras hay que oírlas,
no leerlas): “¡Pero, che!” Lo matan y no sabe que muere para que se
repita una escena.
En
otra variante de esta idea la repetición es intercambiada por el concepto
platónico del arquetipo, compartido y promovido por Plotino. En “Las tardes”,
poema recopilado en Los conjurados,
lo que suprime al tiempo no es el momento emergido de la repetición y su
identificación absoluta con un tiempo anterior, que anula de esta manera el
pasado. Sino la identificación de una tarde cualquiera con la Tarde, que prefigura y contiene
ese margen horario de todos y cada uno de los días. Siguiendo la idea de los
escritos que repasamos, la tarde quedará por encima del tiempo, siendo una y
otra vez la misma, y quedará al margen de los avatares del transcurrir de los
hombres, tal como quedaban los puñales al encontrarse frente a frente, para
volver una y otra vez a la misma pelea:
Las tardes que serán y
las que han sido
son una sola, inconcebiblemente.
Son un claro cristal, solo y doliente,
inaccesible al tiempo y al olvido.
Son los espejos de esa tarde eterna
que en un cielo secreto se atesora.
En aquel cielo están el pez, la aurora,
la balanza, la espada, la cisterna.
Uno y cada arquetipo. Así Plotino
nos enseña en sus libros, que son
nueve;
bien puede ser que nuestra vida breve
sea un reflejo fugaz de lo divino.
La tarde elemental ronda la casa.
La de ayer, la de hoy, la que no pasa.
La
tarde arquetípica de Platón descenderá del cielo de la eternidad y con ese sólo
acto anulará el río.
La
esencia natural del tiempo es la sucesión. La (imposible) idéntica repetición
de un hecho lo aniquila. Cuando decimos que “esto ya pasó”, no decimos que ese
suceso ya se ha dado, expresamos que algo similar ya ha ocurrido. Aún cuando
dos episodios lograrán ser exactamente iguales, una cualidad especial
distinguirán a uno del otro y romperán la identidad: el primero será el número
uno de la serie, el segundo el número dos. En los cuentos y poemas de Borges
esa diferencia no sucede y por tanto es un error hablar de repeticiones (aunque
hayamos utilizado ese término para acercarnos al problema). En las líneas
finales de “Sentirse en muerte” Borges declara:
Esa
pura representación de hechos homogéneos –noche en serenidad, paresita límpida,
olor provinciano de la madreselva, barro fundamental- no es meramente idéntica
a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es, sin parecidos ni
repeticiones, la misma. El tiempo, si
podemos intuir esa identidad, es una delusión: la indiferencia e inseparable de
un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, bastan para
desintegrarlo.
Esa
desintegración es uno de los juegos con el tiempo que Borges nos regala en sus
escritos.
Y-
Somos el tiempo: El tiempo es un río que me arrebata, pero yo
soy ese río; es un tigre que me destroza, pero yo soy ese tigre; es un fuego
que me consume, pero yo soy el fuego.
En
el apartado anterior repasamos la aparición de episodios imposibles, que anulan
el transcurso natural del tiempo. Más
adelante observaremos otras variantes que tampoco tendrán demasiado que ver con el
modo en que lo experimentamos cotidianamente. Pero la manera más real y
concreta en que vivimos (o somos vividos por) el tiempo, en cada instante de
nuestra vida –más allá de variaciones y posibilidades, de metafísica y de
fantasías- también es tratada –mejor que tratada, sentida, y sentida de
manera profunda- por la obra del autor.
En
el inicio de Historia de la eternidad y en la conferencia sobre el tiempo dictada
en la Universidad
de Belgrano respectivamente, nos dice:
El
tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso
el más vital de la metafísica; la eternidad, un juego o una fatigada esperanza.
El tiempo es un
problema esencial. Quiero decir que no podemos prescindir del tiempo. Nuestra
conciencia está continuamente pasando de un estado a otro, y ése es el tiempo:
la sucesión. Creo que Henri Bergson dijo que el tiempo era el problema esencial
de la metafísica.
La
idea de que el tiempo es el material del que estamos hechos le llega a Borges a
partir de la famosa metáfora de Heráclito. En la trascripción de la conferencia
mencionada leemos:
Yo diría
que siempre sentimos esa antigua perplejidad, esa que sintió mortalmente Heráclito en aquel ejemplo al que
vuelvo siempre: nadie baja dos veces al
mismo río. ¿Por qué nadie baja dos veces al mismo río? En primer término,
porque las aguas del río fluyen. En segundo término –esto es algo que ya nos
toca metafísicamente, que nos da como un principio de horror sagrado-, porque
nosotros mismos somos también un río, nosotros también somos fluctuantes. El
problema del tiempo es ése.
Somos también un río,
porque somos también tiempo. El tiempo es una cualidad indiscernible del hombre
(no de los animales a quien, como observaría Schopenhauer, les es ajeno ese
concepto). Para la constitución del yo es indispensable la sucesión temporal y
su registro en nuestra memoria. Sin memoria no hay identidad, y sin la
continuidad del tiempo (esa acumulación sucesiva de momentos) y su debido
registro no hay un “yo” que perdure; tan solo una concatenación de individuos
en un mismo cuerpo que, aislados unos de otros por la fragmentación de la
experiencia, se van reemplazando a cada instante.
Pero ese
tiempo que pasa, no pasa enteramente. Por ejemplo, yo conversé con ustedes el
viernes pasado. Podemos decir que somos otros, ya que nos han pasado muchas
cosas a todos nosotros en el curso de una semana. Sin embargo, somos los
mismos. Yo sé que estuve disertando aquí, que estuve tratando de razonar y de
hablar aquí, y ustedes quizás recuerden haber estado conmigo la semana pasada.
En todo caso, queda en la memoria. La memoria es individual. Nosotros estamos
hechos, en buena parte, de nuestra memoria. Esa memoria está hecha, en buena
parte, de olvido.
Vale
destacar que esta idea del tiempo como una íntima cualidad humana es esbozada sin
el distanciamiento que el pensamiento filosófico impone o las máscaras que el
personaje de una ficción presta. Borges no escribe que llegamos a una antigua
perplejidad luego de pensar de tal o cual manera sobre el tema, o después de
leer los pensamientos de una lista x de autores; dice que la sentimos, y la sentimos porque es parte de nosotros, tal como
sentimos las extremidades, el hambre o la necesidad de dormir. Por eso, podemos
darnos el gusto de pensar, si así lo queremos, que el hecho de que la forma
comúnmente elegida para manifestar ese sentir sea el poema, y no el cuento, en
donde lo argumental suele imponerse a lo sensitivo, no sea una mera casualidad.
Los
versos de “Son los ríos”, del libro Los
conjurados nos cantan el dictamen:
Somos el tiempo. Somos la famosa
parábola de Heráclito el Oscuro.
Somos el agua, no el diamante duro,
la que se pierde, no la que reposa.
Somos el río y somos aquel griego
que se mira en el río. Su reflejo
cambia en el agua del cambiante espejo,
en el cristal que cambia como el fuego.
Somos el vano río prefijado,
rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado.
Todo nos dijo adiós, todo se aleja.
La memoria no acuña su moneda.
Y sin embargo hay algo que se queda
y sin embargo hay algo que se queja.
En
los primeros versos de “El hacedor”, antes de enumerar caóticamente aquellas
cosas que pueblan su memoria –que lo pueblan- y con las que ha de labrar el
verso, y en los últimos de “El ápice” y de “Elegía de un parque”, los dos
primeros publicados en La cifra (el
segundo también en La moneda de hierro
bajo el título “No eres los otros)”, y el tercero en Los conjurados, se repite
la sentencia ya citada:
Somos el río que invocaste, Heráclito.
Somos el tiempo. Su intangible curso
Tu materia
es el tiempo, el incesante
tiempo.
Eres cada solitario instante.
Somos
el tiempo, el río indivisible,
somos
Uxmal, Cartago y la borrada
muralla
del romano y el perdido
parque
que conmemoran estos versos.
Finalmente,
y para hacer justicia a través de los ejemplos, leemos en ese homenaje que es
el poema “Heráclito”, los siguientes versos:
¿Qué río
es éste
que
arrastra mitologías y espadas?
Es
inútil que duerma.
Corre
en el sueño, en el desierto, en un sótano
El
río me arrebata y soy ese río.
De
una materia deleznable fui hecho, de misterioso tiempo.
Acaso
el manantial está en mí.
Acaso
de mi sombra
Surgen,
fatales e ilusorios, los días.
X- El
momento eterno: Tampoco el tiempo
existirá fuera de cada instante presente
La
idea de que el tiempo está formado por tres elementos distinguibles: pasado,
presente y futuro es, para Borges, tan caprichosa como casi cualquier otra que
exista sobre él. La inaccesibilidad del hombre a dos de esas tres etapas, el
pasado que se forma y el futuro que se nos deshace, continuamente, darán forma
a la sublimación del presente.
Un
primer contacto con esta exaltación del presente –reincidiendo en la idea ya
desplegada en este trabajo- podemos encontrar en aquel recuerdo de Borges que
rescata Alan Pauls en El factor Borges:
Cambiando
el ajedrez por un puñado de monedas, el padre hará exactamente lo mismo para
ilustrar la teoría de la imposibilidad de los recuerdos verdaderos. “Colocó una
moneda encima de otra y dijo: ´Verás, esta primera moneda, la de abajo, sería
la primera imagen, por ejemplo, de la casa de mi niñez. Esta segunda sería el
recuerdo de aquella casa cuando llegué a Buenos Aires. La tercera, otro
recuerdo, y así una y otra vez. Y como en cada recuerdo hay una ligera
diferencia, supongo que mis recuerdos de hoy no se asemejan mucho a los
primeros recuerdos que tenía`”.
Aceptamos
que el ejercicio didáctico del padre nada tiene que ver con el futuro y que
tampoco incluye una negación del pasado, pero sí versa sobre la imposibilidad
de mantener los recuerdos. Y existe en ello un disparador esencial (disparador
que sin duda lo ayudará, por ser su modelo inverso, en alguna noche de insomnio,
a la creación de “Funes, el memorioso”) hacia la noción de la inaccesibilidad y
la ineludible inaprehensión del pasado. En el ensayo ya mencionado, “Nueva
refutación del tiempo”, luego de transitar los caminos idealistas de Berkeley y
Hume, Borges citará a Schopenhauer, quien
resumirá en pocas palabras, la idea que venimos tratando y que le servirá a él
como base para sus textos:
“La forma
de la aparición de la voluntad es solo el presente, no el pasado ni el
porvenir; estos no existen más que para el concepto y por el encadenamiento de
la conciencia sometida al principio de razón. Nadie ha vivido en el pasado,
nadie vivirá en el futuro: el presente es la forma de toda vida, es una
posesión que ningún mal puede arrebatarle...El tiempo es como un círculo que
gira infinitamente: el arco que desciende es el pasado, el que asciende es el
porvenir; arriba hay un punto indivisible que toca la tangente y es el ahora.
Inmóvil como la tangente, ese inextenso punto marca el contacto del objeto,
cuya forma es el tiempo, con el sujeto, que carece de forma, porque no
pertenece a lo concebible y es previa condición del conocimiento.
La
concepción de Borges sobre el tiempo con la que tratamos es reductible al
siguiente hecho: Nadie puede decir vivo
en el pasado, o bien, vivo en el
futuro, a no ser que sea metafóricamente. El pasado y el futuro son
inhabitables para el hombre. El futuro, peor aún, no sólo es inhabitable sino
que además nos es desconocido; del pasado, de todo el pasado, retenemos tan
sólo algunos recuerdos, que, como monedas apiladas una arriba de otra, se van
distorsionando irremediablemente. ¿Qué queda entonces de esos dos elementos del
tiempo, el pasado y el futuro? Nada. Meras abstracciones humanas, que los
hombres se inventan para justificar su presente, o para consolarlo. Puras
ficciones que no podemos poblar ni vivir, más que como ensoñaciones. Sólo el
ahora, el presente tenemos, el resto es fantasía.
En
el poema “Instantes” de El otro, el mismo
lo observamos:
¿Dónde
estarán los siglos, dónde el sueño
de
espadas que los tártaros soñaron,
donde los fuertes muros que allanaron,
donde
el Árbol de Adán y el otro Leño?
El
presente está solo. La memoria
erige
el tiempo. Sucesión y engaño
es
la ruina del reloj. El año
no
es menos vano que la vana historia.
Entre
el alba y la noche hay un abismo
de
agonías, de luces, de cuidados;
el
rostro que se mira en los gastados
espejos
de la noche no es el mismo.
El
hoy fugaz es tenue y es eterno;
Otro
cielo no esperes, ni otro infierno.
En
“El pasado”, en cambio, poema del mismo libro, la idea es la misma, pero ilumina
–tal como el titulo indica- no el presente sino el carácter ilusorio de lo
pretérito. Y nos permite observar como una misma concepción del tiempo es
abordada por dos aspectos distintos: Luego de enumerar varios hechos históricos
(no menores para la historia de la humanidad), en sus versos últimos el poema
reflexiona:
Esas cosas
pudieron no haber sido.
Casi no fueron. Las imaginamos
en un fatal ayer inevitable.
No hay otro tiempo que el ahora, este ápice
del ya será y del fue, de aquel instante
en que la gota cae en la clepsidra.
El ilusorio ayer es un recinto
de figuras inmóviles de cera
o de reminiscencias literarias
que el tiempo irá perdiendo en sus espejos.
Erico el Rojo, Carlos Doce, Breno
y esa tarde inasible que fue tuya
son en su eternidad, no en la memoria.
Ese ilusorio ayer –todo nuestro pasado-
quedará reducido en “La dicha”, poema de La
cifra, ha meras palabras y mitologías (He
visto una cosa blanca en el cielo. Me dicen que es la luna, / pero qué puedo
hacer con una palabra y con una mitología.).
Y promoverá a ese presente constante y único al peldaño de la eternidad:
Todo
sucede por primera vez, pero de un modo eterno.
El
que lee mis palabras está inventándolas.
También
los versos finales de “Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad”, de Luna de enfrente, nos llevarán a esa
idea:
El mundo
es unas cuantas tiernas imprecisiones.
El
río, el primer río. El hombre, el primer hombre.
Otra
versión más podemos notar de este tiempo que es sólo presente y no contempla
anterioridad ni posibilidades. En esta versión también están las sombras de
Schopenhauer. El filosofo alemán niega la muerte de plantas y animales fundado
en el desconocimiento del concepto de individuo. Quedando a través de años,
lutos y siglos, la especie como ser inmortal que trasciende el transcurrir del
tiempo.
Observad a
un perro lo tranquilo que está porque millones de perros han muerto antes que
él viniera a la vida y la desaparición de todos aquellos no ha alterado para
nada la idea del perro: esta idea no se ha oscurecido por su muerte. He aquí
por qué el perro está tan fresco y animado por sus fuerzas, como si éste fuera
su primer día y no hubiera de tener término. A través de sus ojos brilla el
principio indestructible que hay en él, el archaus.
¿Qué
es, pues, lo que la muerte ha destruido a través de millares de años? No es el perro,
ahí está, ante vosotros sin haber sufrido detrimento alguno; solo su sombra o
su figura es lo que la debilidad de nuestro conocimiento no puede percibir sino
en el tiempo.
La idea
del presente como única posibilidad de tiempo y de la inmortalidad del animal
que sobrevive en la especie, sirven a Borges para construir los versos finales
del poema que publicará en El oro de los
tigres, “A un gato”, en los cuales leemos:
Tu lomo
condesciende a la morosa
caricia
de mi mano. Has admitido,
desde
esa eternidad que ya es olvido,
el
amor de la mano recelosa.
En
otro tiempo estás. Eres el dueño
de
un ámbito cerrado como un sueño.
Una última
mención a este juego con el tiempo, que no podemos permitirnos omitir,
consistirá en su reverso. En esa otra cara de la moneda que el mismo Borges
(aburrido ya seguramente de esta) promueve. A través de ella y con la figura de
Funes, el memorioso (que vive en el
pasado, y que si no viviera, bien podría vivirlo, ya que la reconstrucción del
recuerdo de lo sucedido en una hora le llevaría una hora de tiempo) como
estandarte, Borges niega el presente y utilizando distintas fuentes y citas
arguye que sólo el pasado y el futuro son reales. Y que nada es el ahora.
En
la ya citada conferencia sobre el tiempo, nos dice:
¿Qué es el
momento presente? Es el momento que consta un poco de pasado y un poco de
provenir. El presente en sí, es como el punto finito de la geometría. El
presente en sí no existe. No es un dato inmediato de nuestra conciencia.
Hay
quienes han negado el presente. Hay metafísicos en el ndostaní que han dicho
que no hay un momento en que la fruta cae. La fruta está por caer o está en el
suelo, pero no hay un momento en que cae.
¡Qué
raro pensar que de los tres tiempos
en que hemos dividido el tiempo –el
pasado, el presente, el futuro-, el más difícil, el más inasible, sea el
presente! EI presente es tan inasible como el punto. Porque si lo imaginamos
sin extensión, no existe; tenemos que imaginar que el presente aparente vendría
a ser un poco el pasado y un poco el porvenir. Es decir, sentimos el pasaje del
tiempo. Cuando yo hablo del pasaje del tiempo, estoy hablando de algo que todos
ustedes sienten. Si yo hablo del presente, estoy hablando de una entidad
abstracta.
W- El viaje
en el tiempo: Y vos, en 1983,
¿no vas a revelarme nada sobre los años que me faltan?
Si
bien el viaje en el tiempo no es un tema del que Borges haya abusado, hay al
menos tres cuentos y un poema en donde se hace presente como elemento
habilitador de la trama. Aunque sólo en el cuento “Utopía de un hombre que está
cansado”, de El libro de arena, y en
el breve poema “Nostalgia del presente”, recopilado en La cifra, aparezca como problema principal y no como mera excusa
para llegar a otro problema (el del doble) tal como acontece en “El otro”, también
en El libro de arena, y en “Agosto 25,
1983”,
de La memoria de Shakespeare.
Asimismo, otros escritos como “El sur” (aunque más no sea por esa maravillosa
descripción del lento viaje hacia el pasado en el que incurrimos con la visita
a las poblaciones alejadas de las grandes ciudades modernas)
y “La otra muerte”, publicados en la recopilación de cuentos Artificios y El Aleph respectivamente, rozan
el tema.
En
“Utopía de un hombre que está cansado” encontraremos al viaje en el tiempo
cumpliendo la función clásica que este prodigio ocupa en la mayoría de los
textos que lo tratan. Es decir, sirviendo como medio para comparar las
cualidades y características de una posible sociedad futura con la actual. Al
respecto, -y será un hecho importante para este trabajo ya que vuelve a situar
a Borges en el terreno de su niñez- podremos observar como el futuro al que
llega el personaje se identifica plenamente con los ideales anarquistas que su
padre le transmitía cuando niño al autor, en lo referente a las fronteras y a
la función de los gobiernos, sobre todo. En sus páginas leemos:
En mi
curioso ayer –contesté- (…). El planeta estaba poblado de espectros colectivos,
el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común.
-¿Qué
sucedió con los gobiernos?
-
Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a
elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas,
ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los
acataba.
No es
curioso que en sus ensayos sobre el tiempo Borges no se haya detenido demasiado
sobre las posibilidades del viaje temporal. No hay duda de que los medios
factibles para realizar tal excursión le interesaban (tanto en la reflexión,
como en lo literario) mucho menos que sus resultados. Insistir en los distintos
procedimientos que hicieran viable el viaje o detenerse en la descripción de las
máquinas o artefactos que lo permitieran le parecía superfluo. En efecto, esta
es una de las críticas que se atreve a hacerle Borges al género de la ciencia
ficción:
Yo
personalmente creo en la inferioridad de la ficción científica. Porque, por
ejemplo, si nos dicen que un hombre se pone un anillo, como en la “Volsunga
saga”, se vuelve invisible, nos exigen un solo acto de fe. En cambio, si nos
dicen que tiene que sumergirse en un líquido especial, que tiene que ser el
vino; que tiene que estar desnudo para que no se vea la ropa, como en el admirable
Hombre invisible de Wells, nos exigen
varios actos de fe. (…). En el otro caso, nos piden un solo acto de fe, ya
tradicional: el de un objeto mágico.
Y
lo dicho para la invisibilidad del hombre vale para su traslado en el río temporal.
En “Utopía de un hombre que está cansado”, el viajante se encuentra simplemente
caminando por un paraje semidesierto cuando de pronto lo encuentra la lluvia,
para cuando toca en la casa más próxima a fin de refugiarse, el viaje en el
tiempo ya ha sucedido. A lo largo del relato no habrá otra explicación al
portento (suficiente para el personaje que llega, suficiente para el lector)
más que la que sigue:
-¿No te
asombra mi súbita aparición?
-No
–me replicó-, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a más tardar estarás mañana en tu casa.
La
certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme.
En
“El otro” y en “25 de agosto, 1983”
el medio utilizado para el desplazamiento en el tiempo será el cotidiano –y
siempre mágico- acto del sueño. En Un
experimento con el tiempo, J. W. Dunne fundará y promoverá esa idea. Gran
parte del libro (escogido y prologueado, como ya se ha mencionado, por nuestro
autor, para su colección Biblioteca
Personal) está dedicado a los experimentos que realiza Dunne al respecto:
Mi punto
de partida era entonces la creencia en la posibilidad de recordar alguna
fracción de los sueños perdidos u olvidados, que al parecer habían tenido lugar
en las noches en blanco. La nueva hipótesis establecía que esa fracción contendría
o podría contener imágenes de acontecimientos tanto pasados como futuros.
Refiriéndose
a la obra, en su introducción al libro, Brian Inglis comenta:
Difícilmente
puede ser discutido hoy en día el que las personas pueden y efectivamente tienen
sueños en los que anticipan acontecimientos futuros o bien ilustran
acontecimientos pasados desconocidos, con extraordinaria fidelidad, aunque rara
vez con total precisión.
Podemos
observar, con esto, una vez más, de que manera las lecturas de Borges sobre el
problema del tiempo le brindan el sustento que hará factible sus ficciones.
En
ambos cuentos, un Borges ya mayor se encuentra con el muchacho que fue alguna
vez y el diálogo producto de ese encuentro es lo que refiere el relato. Naturalmente
el tema del tiempo está presente y ocupa parte de esa conversación entre dos
seres que de pronto parecen haberse trasladado de una fecha a otra (o coexistir
en dos años distintos), pero el también familiar problema del doble y de la
identidad dominarán el relato, y relegarán el suceso temporal a un segundo
plano. Un agregado sobre la relación entre los sueños, el tiempo y el tema
literario del viaje en él, encontramos en uno de los diálogos del autor con
María Esther Vázquez:
-¿Y los juegos con el tiempo?
-Ése es un tema vinculado con el de los sueños,
pero que puede excederlo. (…). Quedan los juegos con el tiempo, que está
relacionado con los sueños. Voy a tomar un pasaje del gran poeta inglés
Coleridge. El texto es muy breve y dice: “Si un hombre soñara que atraviesa el
paraíso y si en el paraíso le fuera entregada una rosa y si al despertar se
encontrara con esa rosa en la mano, entonces, ¿qué?”. Nada más escribió
Coleridge, pero H. G. Wells, a fines del siglo XIX, pudo leer este texto de
Coleridge y escribió una de las novelas fantásticas más extraordinarias,
titulada La máquina del tiempo. (…)
El viajero debe abandonar ese tiempo futuro, vuelve al presente y trae una flor
marchita, una flor que no ha florecido aún y que se deshace en sus manos, algo
cenicienta. Wells era muy amigo de Henry James. James leyó esta novela y pensó
que él podía hacer algo con este tema. James descartó el artificio científico y
creo que obro bien.
-¿Por qué?
-Porque es más fácil creer en un talismán o en una
magia (esto es convencional para nosotros) que en una máquina que puede andar
por el tiempo. Además, Henry James era ante todo un hombre interesado en la
psicología, en los caracteres: prefirió que su viajero del tiempo no recurriera
a instrumento alguno. (…). Nuestro protagonista vive leyendo libros del siglo
XVIII. (…) y desea vivir en aquella época. (…). Entonces se encierra en su
casa, solo, leyendo y llega una noche en que, sin demasiada sorpresa, ve que en
la pieza contigua hay una gran luz de candelabros, que hay mucha gente y que él
mismo está vestido a la moda del siglo XVIII. No por un artificio científico,
sino por la tenacidad y voluntad de su imaginación ha llegado al siglo XVIII.
(…) Aquí tendríamos, creo, la mejor forma de esta historia que fue entrevista
por Coleridge, que fue continuada por Wells y que fue perfeccionada por Henry
James. Un ejemplo espléndido del juego con el tiempo.
Esa
tenacidad y voluntad (o algún otro aspecto psicológico que desconocemos)
podrían ser los elementos que transportan al enunciante del poema “Nostalgia
del presente”, recopilado en La cifra,
al momento anhelado. Sus versos cantan:
En aquel
preciso momento el hombre se dijo:
Qué
no daría yo por la dicha
de
estar a tu lado en Islandia
bajo
el gran día inmóvil
y
de compartir el ahora
como
se comparte la música
o
el sabor de una fruta.
En
aquel preciso momento
el
hombre estaba junto a ella en Islandia.
También la
que le permitió –y volemos a encontrar aquí el soñar como medio para realizar
el viaje en el tiempo; porque el delirio es otra forma del sueño- a Pedro
Damián, personaje de “La otra muerte”, volver al pasado para eliminar ese instante
de la batalla en que mostró su cobardía, y permitirse así morir como un hombre:
Damián se portó como un cobarde en
el campo de Masoller, y dedicó la vida a corregir esa bochornosa flaqueza.
Volvió a Entre Ríos; no alzó la mano a ningún hombre, no marcó a nadie, no
buscó fama de valiente, pero en los campos del Ñancay se hizo duro, lidiando
con el monte y la hacienda chúcara. Fue preparando, sin duda sin saberlo, el
milagro. Pensó con lo más hondo: Si el destino me trae otra batalla, yo sabré
merecerla. Durante cuarenta años la aguardó con oscura esperanza, y el destino
al fin se la trajo, en la hora de su muerte. La trajo en forma de delirio pero
ya los griegos sabían que somos las sombras de un sueño. En la agonía revivió
su batalla, y se condujo como un hombre y encabezó la carga final y una bala lo
acertó en pleno pecho. Así, en 1946, por obra de una larga pasión, Pedro Damián
murió en la derrota de Masoller, que ocurrió entre el invierno y la primavera
de 1904.
Resta
recordar que en “Utopía de un hombre que está cansado” el protagonista viaja al
futuro sin la mediación de ningún artilugio científico, que se descubre en ese
tiempo sin demasiada sorpresa, y que trae, de su visita de los tiempos
venideros, una pintura en tela que todavía no ha sido creada.
Un
último viajero del tiempo podríamos hallar en la literatura de Borges. Ese
viajero, nada tiene que ver con los que hemos visto y la posibilidad de su
viaje es acotada y personal. Funes, ese personaje de la literatura que puede (a
través de su memoria infalible) reexperimentar cada acto que ha vivido, no deja
de ser un viajero del tiempo, aunque no pueda ir más que hacia al pasado y
hacia el pasado que ha vivido. El tiempo, en este cuento sobre la memoria, se
destaca a través de dos hechos notorios. Uno, este que acabamos de comentar,
por el cual Funes será capaz de revivir cualquier día de su vida sin mayores
inconvenientes, debido a que nada le costará recordar, sin perder elemento
alguno, cualquier día entero de su vida. Para remontarse hasta el 24 de agosto
de cualquier año pasado, solo le bastará con rememorar ese día. El otro, el de
su intensidad. El tiempo pasa cuando nos abstraemos, cuando nos distraemos,
cuando olvidamos. En nuestra mente no tenemos los años que vivimos, tenemos la
edad que recordamos. Funes recuerda todo. Sentémonos a recordar los sucedido en
un año, recordaremos un ascenso, un día feliz (seguramente, habremos sido
agraciados, y no será uno solo), alguna desdicha que nos ha marcado… Súmense
recuerdos, todos aquellos que remitan al año en cuestión y repasemos su medida,
un año nuestro equivaldrá a no más de unos días de Funes. El tiempo para él
será de una densidad insoportable, vivirá un océano temporal cuyos diámetros y
profundidad equivaldría al de miles (o cientos de miles) de hombres. El tiempo
de Funes no es comparable al de los hombres. Su vida, aún más breve que la de
muchos la sobrepasará incalculablemente en longevidad. A Funes le sigue vedado
el futuro, y el pasado de la humanidad, pero el pasado de un solo hombre (el
suyo) en su completad integridad bien puede bastar para afirmar que este
extraño viajero del tiempo ha vivido (a partir del fatal accidente) en una semi
eternidad, que recorre diariamente.
V- Tiempo
sobre tiempo sobre tiempo (o la serie infinita): Esa traslación, ese fluir, exige como todos los
movimientos un tiempo determinado; tendremos pues, un tiempo segundo para que
se traslade el primero; un tercero para que se traslade el segundo, y así hasta
lo infinito
Hasta el
nombre es un débil calembour: no significa «Marcha de abril» sino literalmente
«Abril marzo». Alguien ha percibido en sus páginas un eco de las doctrinas de
Dunne; el prólogo de Quain prefiere evocar aquel inverso mundo de Bradley, en
que la muerte precede al nacimiento y la cicatriz a la herida y la herida al golpe
(Appearance and reality, 1897, página 215). Los mundos que propone April March
no son regresivos, lo es la manera de historiarlos. Regresiva y ramificada,
como ya dije. Trece capítulos integran la obra. El primero refiere el ambiguo
diálogo de unos desconocidos en un andén. El segundo refiere los sucesos de la
víspera del primero. El tercero, también retrógrado, refiere los sucesos de
otra posible víspera del primero; el cuarto, los de otra. Cada una de esas tres
vísperas (que rigurosamente se excluyen) se ramifica en otras tres vísperas, de
índole muy diversa. La obra total consta, pues, de nueve novelas; cada novela,
de tres largos capítulos. (El primero es común a todas ellas, naturalmente.) De
esas novelas, una es de carácter simbólico; otra, sobrenatural; otra, policial;
otra, psicológica; otra, comunista; otra, anticomunista, etcétera.
En
otros textos lo que aparece, sin contaminación alguna, es esa doctrina infinita
de Dunne, que incluye la figura de la regresión al infinito que tanto había marcado
a Borges cuando niño al visualizarla en una lata de galletitas.
Como en el poema “Alguien sueña”, de Los
conjurados, por ejemplo, en donde el tiempo sueña el Universo, pero también
que Alguien lo sueña
(y así ese alguien se ve obligado a soñar un tiempo bis, que sueña a otro
alguien, que sueña un tercer tiempo, que sueña a un nuevo alguien, que sueña un
cuarto tiempo…).
U. La
eternidad (o el tiempo infinito):
El último de los manejos del tiempo
que analizaremos, de los tanto que ha sabido entretejer Borges a la hora de
crear sus ficciones, será el de la eternidad, o el tiempo infinito. A lo largo
de su obra, algunas ideas serán más usadas que otras para mostrar una corriente
temporal que no encuentra ni principio ni fin. Por un lado (y sin que rija
ordenamiento alguno) encontraremos aquella en la que la eternidad es vivida
como un todo absoluto; en donde el pasado, el presente y el futuro no solamente
conviven sino que se unifican en un mismo instante; y cuyo ejemplo más claro
será el Aleph. Pero por otro estarán
las (ya apuntadas) doctrina de los ciclos, la parábola del movimiento de Zenón,
o el modelo de la eternidad arquetípica.
Estas ideas sobre la eternidad, que
serán tratadas constantemente en las reseñas, comentarios y ensayos del escritor,
encontrarán sus postulados y posibilidades reunidos en los textos que
puntualmente Borges ha escrito sobre el tiempo y la eternidad. Primeramente (y
sobre todo) en uno de sus ensayos más extenso, publicado como libro, cuando
todavía la fama no le era amiga, en 1937, bajo el título Historia de la eternidad, que en su reedición contará con dos
textos más que lo complementan “La doctrina de los ciclos” y “El tiempo
circular”. El segundo, la conferencia de 1979 escrita sobre el tema, que además
le valdrá de título, El tiempo. Y a
estas dos fuentes nos remitiremos a fin de observar las distintas formas en que
aparecen en su relato.
En “El tiempo circular” Borges transcribe
un pasaje de Hume:
No imaginemos la materia infinita,
como lo hizo Epicuro; imaginémosla finita. Un número finito de partículas no es
susceptible de infinitas transposiciones; en una duración eterna, todos los
órdenes y colocaciones posibles ocurrirán un número infinito de veces.
En el cuento “El Inmortal”,
publicado en El Aleph, el tiempo
circular no aparece expresamente. Los hombres que han bebido de las aguas que
los excluyen de la muerte no nombran la doctrina ni creen en ella, tampoco el
universo es concebido bajo este régimen. Sin embargo, el destino individual de
cada inmortal, se encuentra regido por este principio.
Homero compuso la Odisea; postulado un plazo
infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer,
siquiera una vez, la Odisea.
El autor que, sentado en un tiempo
eterno, se pusiera a escribir todos los libros no tendría dificultades en
cumplir su objetivo. (Salvo que las combinaciones de un número finito de letras
también puedan serlo). Dispuestos a copiar todas las letras del abecedario, en
menos de una hora, habremos concluido la tarea. En un día todos los alfabetos
de occidente. En un mes los del mundo. En un año todas las palabras que
empiezan con la letra a del idioma
castellano. En cincuenta todas las que empiezan con vocal de ese mismo idioma.
En la eternidad, tarde o temprano, todas las palabras, y las oraciones que
puedan construir esas palabras, y los párrafos a los que puedan dar vida las
oraciones, y así… El concepto de que ante un conjunto finito en un lapso
inacabable de tiempo ese conjunto debe repetirse una y otra vez es el que
domina la idea central de “El inmortal”. Ante un conjunto finito (aquel que
componen los hombres) y un tiempo interminable, el hombre que no muera deberá
encarnar, más tarde o más temprano, a cada uno de los hombres. De una reflexión
sobre el tiempo circular, sus posibilidades y sus consecuencias, de allí nace
el problema existencial de aquellos para los que la muerte no existe.
La muerte
(o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos se conmueven por
su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay
rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los
mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los
Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en
el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros
que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como
perdída entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es
preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los
Inmortales.
Y
lo que rige para “El inmortal” rige para “La biblioteca de Babel”, el cuento de
Ficciones que describe esa biblioteca
que es todo el Universo. En donde la repetición infinita de un conjunto finito
(el de los caracteres que componen la escritura) da por resultado que la
biblioteca contemple todos los libros. Con la salvedad de que en este cuento,
la idea del tiempo circular o la doctrina de los ciclos, se ve explicitada en
las últimas líneas:
Este pensador observó que todos los
libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el
punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que
todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros
idénticos. (…)
De esas premisas incontrovertibles
dedujo que la Biblioteca
es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los
veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o
sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo…
La certidumbre de que todo está
escrito nos anula o nos afantasma.
Yo me atrevo a insinuar esta solución
del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno
viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos
que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería
un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.
Decimos que en los cuentos mencionados de la idea de un tiempo circular
se desprende la trama. En “La ruinas circulares”, cuento de Ficciones, todo es circular. Es circular
el escenario (los escenarios) donde transcurre la acción. Son circulares los
elementos que favorecerán el prodigio (los planetas, la luna, el anfiteatro en
donde se dan clases soñadas). Circular es el destino del héroe. También el
tiempo tendrá, naturalmente, la forma del círculo. En el cuento (claramente
inspirado por la sentencia –citada en más de una ocasión por el autor- de
Novalis: el más grande hechicero sería el
que se embrujara él mismo al punto de tomar sus propias fantasmagorías por
apariciones autónomas. ¿No sería esta la verdad de nosotros?), además de
jugar con la idea de la serie infinita (el soñador que sueña y que a su vez es
soñado; y queda así reducido a uno más de una serie de no sabremos nunca
cuantos soñadores), observamos como lo ya acontecido vuelve a acontecer,
construyendo los ciclos que se van repitiendo y relevando unos a otros.
Porque se repitió lo acontecido hace
muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del Fuego fueron destruidas
por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el
incendio concéntrico. Por un instante, pensó en refugiarse en las aguas, pero
luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus
trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne,
éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con
humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro
estaba soñándolo.
En estas palabras finales vemos descubierta la
trama del tiempo y de repeticiones que otorgan el significado final al relato.
Pero estos elementos son sugeridos con anterioridad, y en esa sugerencia se
incrementa la idea de lo cíclico y el circuito natural de nacimiento,
desarrollo, decrepitación, muerte, y nacimiento nuevamente, que atañe a todos
los seres vivos:
En
los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de
piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en
otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo
hacen todos los hombres.
La
importancia, en este análisis, recae en la figura del hijo realizando idénticos
ritos. Porque de esta manera ocupa el lugar del padre. No son sólo idénticos
los ritos, sino las ruinas, que se encuentra más abajo (es destacable el hecho
en cuanto el hijo se corresponde con la descendencia y no ascendencia del
mago). De igual naturaleza uno y otro, cumpliendo los mismos ritos, ambos en
ruinas circulares, el cuento nos conduce a la idea de que ya llegará el turno
de que el otro cumpla el ciclo. Su desarrollo como hombre (o como fantasma de
hombre) su retorno a las ruinas, su creación de nuevo ser soñado, y,
finalmente, el descubrimiento de su propia naturaleza.
Un
hecho más hemos de recatar del cuento. La idea del ciclo, de acto que se
repite, se ve robustecida por la sensación de deja vu experimentada por el primer mago. A veces, lo inquietaba una impresión de que hay todo eso había
acontecido.
Encontramos, aquí, otra vez como recurso la idea del deja vu, esta vez, cumpliendo otra función. Seguramente, porque
para dicha idea sea para Borges, menos una convención, que un mero juguete con
el que apoyar sus ficciones.
Un
directo homenaje a esta repetición infinita de los actos, a ese pasado que es
también futuro (ya que sucedió, pero sucederá otra vez) es el poema publicado
en El otro, el mismo, “La noche
cíclica”, en el que solo una temporal duda nos distrae de este tiempo para
volver a traer a nosotros aquél “Sentirse en muerte” cuyo escenario son los
arrabales.
Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras:
los astros y los hombres vuelven cíclicamente;
los átomos fatales repetirán la urgente
Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras.
En edades futuras oprimirá el centauro
con el casco solípedo el pecho del lapita;
cuando Roma sea polvo, gemirá en la infinita
noche de su palacio fétido el minotauro.
Volverá toda noche de insomnio: minuciosa.
La mano que esto escribe renacerá del mismo
vientre. Férreos ejércitos construirán el abismo.
(David Hume de Edimburgo dijo la misma cosa).
No sé si volveremos en un ciclo segundo
como vuelven las cifras de una fracción periódica;
pero sé que una oscura rotación pitagórica
noche a noche me deja en un lugar del mundo
que es de los arrabales. Una esquina remota
que puede ser del Norte, del Sur o del Oeste,
pero que tiene siempre una tapia celeste,
una higuera sombría y una vereda rota.
Ahí está Buenos Aires. El tiempo que a los hombres
trae el amor o el oro, a mí apenas me deja
esta rosa apagada, esta vana madeja
de calles que repiten los pretéritos nombres
de mi sangre: Laprida, Cabrera, Soler, Suárez...
Nombres en que retumban (ya secretas) las dianas,
las repúblicas, los caballos y las mañanas,
las felices victorias, las muertes militares.
Las plazas agravadas por la noche sin dueño
son los patios profundos de un árido palacio
y las calles unánimes que engendran el espacio
son corredores de vago miedo y de sueño.
Vuelve la noche cóncava que descifró Anaxágoras;
vuelve a mi carne humana la eternidad constante
y el recuerdo ¿el proyecto? De un poema incesante:
«Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras...»
Ya
hemos mencionado a “La biblioteca de Babel” y al tiempo que le da forma. Pero
otra estructura (que Borges aplicará al tiempo) encontramos en ese relato. Esa
estructura es la que da de manifiesto la parábola de Aquiles y la tortuga, de
Zenón. Recordamos que allí se disputa una carrera entre ambos personajes. El
primero, confiado en su ligereza, otorga un metro de ventaja a la tortuga.
Ahora bien, Aquiles es diez veces más rápido que el animal; para cuando él
recorra un metro, la tortuga habrá recorrido diez centímetros. Aquiles recorre
esos diez centímetros, la tortuga se ha distanciado en uno. Aquiles recorre ese
uno ¡ya está por alcanzar a la tortuga!, salvo que está ha hecho su parte, es
decir, su decímetro correspondiente. Ahora sí, Aquiles cubre ese decímetro,
pero el animalito naturalmente no se ha quedado quieto, y ha avanzado la
diminuta proporción que le corresponde; y así se escapa nuevamente. Y lo hará
cuando el héroe recorra esa distancia, porque la tortuga recorrerá su
proporcional, una y otra vez y así infinitamente. Otra parábola que ejemplifica
la idea (que consistirá en demostrar que es imposible terminar de recorrer un
espacio y que Borges aplicará al tiempo) es la de la flecha cuya llegada a
destino es imposible, debido a que para llegar a destino primero debe recorrer
la mitad del trayecto, pero recorrer esa mitad, haber hecho la mitad de esa
mitad, para llevar a cabo esa tarea haber recorrido la mitad de la segunda
mitad –es decir un octavo del recorrido- y para recorrer ese octavo, la mitad
del octavo, y así por siempre. En la
“Biblioteca de Babel” leemos:
Durante
un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado
hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para
localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de
A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo
infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años.
Esta
regresión infinita que hará al bibliotecario consumir sus años, será, apoyada
por una idea de carácter religiosa, la herramienta que le permitirá a Jaromir
Hladek, personaje de “El milagro secreto”, publicado en Ficciones, llevar a cabo con éxito la finalización de su obra.
En el cuento, un judío de Praga,
tras la invasión de la
Alemania nazi a la Checoslovaquia democrática presidida por Benés,
es condenado a muerte por la mano invasora. Primero horrorizado, luego
eclipsado por el insospechado e irremediable fin, finalmente, con estoica
resignación, Jaromir Hladek enfrenta su destino. Cuando la atroz fecha se
acerca y Jaromir no ve delante de sí más que la muerte, ruega a Dios le conceda
un acto imposible: disponer de un año para terminar su obra; la obra que lo
justificará, y justificará al mismo Dios, que por algún motivo debe de haberlo
creado. El tiempo le es concedido.
Además del manejo fundamental del
tiempo en el cual se apoya el relato, existen otros elementos que siguiendo el
camino que venimos llevando nos interesará señalar. Por un lado, la idea del
presente eterno, que ya hemos visto aparece en otros relatos, y que tiene la
facultad de anular el futuro. A través de él, Hladek se abstraerá de la muerte:
Miserable
en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del
tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve;
razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure
esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal.
Por el otro, la intervención, una
vez más, del sueño, como intermediario entre el hombre y el tiempo (destacado
aquí como uno de los bienes de Dios):
Hacia el alba, soñó que se había
ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario
de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios.
El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las
páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los
padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola.
Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró
a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo
abrió al azar. Vio un mapa de la
India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las
mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido
otorgado. Aquí Hladík se despertó.
No menos significativa resulta la
vinculación del condenado con el tiempo. Hladik ha escrito (al igual que
Borges) un volumen sobre las diversas eternidades que han ideado los hombres;
y el delirio del protagonista de la obra cuyo fin se propone encontrar tiene la
forma del tiempo circular, haciéndolo revivir su drama, una y otra vez.
El punto de quiebre del relato
aparece con una certera frase, El tiempo se detuvo, con lo que un año
extra de vida ha sido concedido al condenado.
Hladik consigue su milagro
secreto, da fin a su obra, muere. Hladik llega frente al pelotón que habrá
de fusilarlo 15 minutos antes de la hora fijada para su muerte, las nueve de la
mañana. A las nueve y dos minutos, según consta el relato, Hladik muere. ¿Qué
ha sucedido en esos dos minutos? En esos dos minutos ha de transcurrir el año
entero que le ha sido concedido al escritor de Praga para poder conseguir
finalizar su obra.
No preguntaremos cómo ha hecho
Dios para llevar a cabo su prodigio, que será siempre para nosotros
indescifrable. Pero podremos intentar hallar qué ideas han sido trabajadas por
Borges (o que sobre Borges han trabajado). Nos encontraremos entonces, en
primer lugar, con la distinción entre el tiempo de los hombres y el tiempo de
Dios. Cuenta de este hecho da, en primer lugar, el epígrafe que figura en el
cuento. En “Historia de la eternidad”, Borges acude a la siguiente cita: Un
día delante del señor es como mil años, y mil años son como un día,
más adelante, apunta la siguiente nota, que anclea, con exactitud, al texto
ensayístico en cuestión al cuento que estamos tratando a través del ya
mencionado epígrafe:
La noción de que el tiempo de los
hombres no es conmensurable con el de Dios, resalta en una de las tradiciones
islámicas del ciclo del miraj. Se sabe que el Profeta fue arrebatado
hasta el séptimo cielo por la resplandeciente yegua Alburak y que conversó en
cada uno con los patriarcas y ángeles que lo habitan y que atravesó la Unidad y sintió un frío que
le heló el corazón cuando la mano del Señor le dio una palmada en el hombro. El
casco de Alburak, al dejar la tierra, volcó una jarra llena de agua; a su
regreso, el Profeta la levantó y no se había derramado una sola gota.
Luego podremos observar el problema del movimiento
(espacial para Zenón, temporal para Borges) y su imposibilidad según las
parábolas del filósofo griego. En dos minutos transcurre un año y ese año puede
ser contenido en ellos, porque esos dos minutos no acabarán de pasar nunca. El
tiempo mental de Hladek comenzará una subdivisión infinitesimal del tiempo que
lo llevará (y le prestará) todo un año. Los minutos no corren para Hladek, porque
para que sucedan esos dos minutos primero deberá haber corrido el primero, pero
para que se cumpla ese primero, anteriormente deberían haber transcurrido
treinta segundos y para que estos treinta segundos sucedan quince, y para esos
quince, su mitad, y así indefinidamente… y mientras esas subdivisiones procedan
e impidan al autor recorrerlos tal como lo recorremos el resto de los humanos, Hladik
irá puliendo y completando los versos de la obra que habrá de justificarlo.
Por ultimo, no podrá dejar de
percatarse en esos dos tiempos que, de distinta duración, aún así confluyen, la
teoría de los números transfinitos de Bertrand Rusell. En su conferencia sobre
el tiempo Borges señala:
Bertrand
Russell
lo explica así: hay números finitos (la serie natural de los números 1, 2, 3,
4, 5, 6, 7, 8, 9, 10 y así infinitamente). Pero luego consideramos otra serie,
y esa otra serie tendrá exactamente la mitad de la extensión de la primera.
Está hecha de todos los números pares. Así, al 1 corresponde el 2, al 2 corresponde
el 4, al 3 corresponde el 6... Y luego tomemos otra serie. Vamos a elegir una
cifra cualquiera. Por ejemplo, 365. Al 1 corresponde el 365, al 2 corresponde
el 365 multiplicado por sí mismo, al 3 corresponde el 365 multiplicado a la
tercera potencia. Tenemos así varias series de números que son todos infinitos.
Es decir, en los números transfinitos las partes no son menos numerosas que el
todo. Creo que esto ha sido aceptado por los matemáticos. Pero no sé hasta
dónde nuestra imaginación puede aceptarlo.
Otra
idea del tiempo que aludirá a Dios será el de la unificación de la existencia
en un solo instante, donde todo, pasado, presente y futuro, sucede a la vez. La
obvia aparición de este tiempo en la narrativa de Borges sucederá en “El
Aleph”, pero también, en el cuento escrito en colaboración con Adolfo Bioy
Casares “El testigo”. En este último, en un sótano de una casa abandonada, cohabitan,
en un mismo espacio, (como
científicamente, los tres se estaban en un solo lugar, sin atrás, ni adelante,
ni abajo arriba)
las personas que son tres en una, es decir, la santísima trinidad. Esta anulación de las dimensiones del
espacio será la misma que luego Borges aplicará a las dimensiones del tiempo. La
identificación de ambos, en lo referido a la eternidad que estamos tratando, no
resulta caprichosa y en Historia de la
eternidad, nos encontraremos con la utilización del (o los) mismo s
protagonista(s), para ilustrar su aplicación al tiempo:
El mejor
documento de la primera eternidad es el quinto libro de la Eneada; el de la segunda o
cristiana, el onceno libro de las Confesiones de San Agustín. La primera no se
concibe fuera de la tesis platónica; la segunda, sin el misterio profesional de
la Trinidad
(…) El Verbo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo es producido por el
Padre y el Verbo, los gnósticos solían inferir de esas dos innegables
operaciones que el Padre era anterior al Verbo, y los dos al Espíritu. Esa
inferencia disolvía la
Trinidad. Ireneo aclaró que el doble proceso –generación del
Hijo por el Padre, emisión del Espíritu por los dos- no aconteció en el tiempo,
sino que agota de una vez el pasado, el presente y el porvenir. La aclaración
prevaleció y ahora es dogma.
Ese
agotamiento de una vez del pasado,
presente y futuro (más su aplicación al espacio, es decir, el agotamiento de
una vez de izquierda, derecha, atrás, adelante, arriba, abajo) es lo que
permite al Aleph contener todos los elementos del cosmos en un mimo objeto de proporciones
reducidas e inmutables, y del tamaño de una moneda.
Tanto en “El Aleph”, como en el “El testigo”, la constitución fantástica de la
narración esta sostenida en la idea de esta concepción de la eternidad. Una
eternidad que permite, desde un solo punto del tiempo, comprender todo el
pasado, presente y futuro y desde un solo punto de una recta, toda su
extensión.
A Alfredo V. E. Rubione
Bibliografía
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Otra bibliografía
consultada
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Guillermo; Bordelois, Ivonne; Kovadloff, Santiago; Rojas, Gonzalo; Quesada,
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